Paganini viene del mundo de lo preciso y demostrable. Acostumbrado a hablar cuando “cierran las cuentas”, su mayor exposición mediática y pública llegó hace cinco años, a raíz del momento de mayor incertidumbre global del siglo. En medio de la pandemia, la Universidad de Stanford lo ubicó en el ranking del 2% de los científicos más influyentes del mundo, que también integran otros 20 uruguayos. Hoy, confiesa que de los tres coordinadores del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) —junto con Rafael Radi y Henry Cohen—, era el menos preparado para salir a hablar en aquella zona gris, sin certezas ni respuestas absolutas. Pero aprendió las reglas de juego, dice, aunque no haga falta aclararlo.
En el GACH juntamos a una cantidad de gente de especialidades muy diversas. En algunas áreas había mucha potencia y en otras nos teníamos que arreglar con lo que había. A veces, cuando aparece esta especie de reconocimiento honorario, está esa idea de “mirá qué bárbaro estuvo todo”. Estábamos bien, sí, pero podríamos haber actuado mejor.
Pasada la emergencia, volvimos cada uno a su área y a su lugar de trabajo. No ha cambiado drásticamente la situación de apoyo a la ciencia. Se apostó a que, ahora que se vio el valor de la ciencia, tal vez podríamos tener más apoyo. Pero esta acumulación es a largo plazo. No es que vos gastás hoy en ciencia y los resultados los ves pasado mañana o en este período de gobierno. Esa es siempre la gran dificultad, mostrar lo que uno hace.
O sea que la ciencia sigue sin ser una prioridad tras el protagonismo de la pandemia.
Algo que no se ha dicho lo suficiente es que la ciencia que respondió en la pandemia no era necesariamente —o no únicamente— la que estaba haciendo el trabajo más directamente aplicado al medio productivo nacional. A veces se le exige a la ciencia trabajar en cosas que el país pueda insertar productivamente. Pero en ese momento lo que se necesitó fue una mezcla de especialidades: algunas relacionadas con la salud, que no necesariamente da plata pero es fundamental para mantenernos bien, y otros temas, como quienes trabajamos en matemática aplicada, que nos pusimos a estudiar modelos de epidemias. Y eso no tiene mucho que ver con el sector productivo del país.
A veces es medio cuadrado pensar que, para que valga la pena gastar en ciencia, tengo que ver la cadenita de cómo eso va a generar plata, por dónde se va a recuperar la plata que puse. Creo que eso es demasiado cortoplacista, y además el rol de la ciencia va mucho más allá de producir plata. Es un tema de cultura nacional, de que todos entendamos mejor dónde estamos parados y que podamos asesorar justamente en situaciones como esa. Es bueno reivindicar eso, que el rol de la ciencia va mucho más allá de los retornos económicos, lo cual no quiere decir que lo otro no valga la pena. Ha habido iniciativas para poner plata en sectores con potencial económico, y está bien. Pero no es una cosa o la otra.
Una de las críticas a la creación de la Secretaría de Ciencia y Valorización del Conocimiento es esa, que puede quedar muy atada al desarrollo económico. ¿Lo ve así?
Hubo muchas idas y venidas sobre cómo se organiza políticamente la institucionalidad que regula la ciencia en el país. Se creó la ANII como una agencia autónoma, pero siempre se pensó que iba a responder a algunas iniciativas del gobierno. La organización que se planteó inicialmente, con varios ministerios dictaminando sobre lo que hacía la ANII (Agencia Nacional de Investigación e Innovación), medio que se complicó. Era una operativa que no fue muy ágil. En el último período de (Tabaré) Vázquez se intentó crear esta secretaría, pero fue algo tardío y con relativamente pocos recursos, entonces no llegó a funcionar con mucha potencia. En el gobierno anterior se volvió al Ministerio de Educación y Cultura (MEC), a la Dirección de Ciencia y Tecnología del MEC, con la idea de que, si tiene que estar en un ministerio, pueda ser auditable por el Parlamento y cosas así, lo cual me parece una visión razonable. Por otro lado, la ciencia no es solo pertinente a la educación y la cultura, sino también a la industria, y ahí otra vez se pone sobre la mesa por qué no están involucrados otros ministerios. Ahora se está haciendo un nuevo intento desde Presidencia, con un secretario y con una especie de gabinete de ministros. La idea es ordenarlo ahí. Veremos cómo funciona. Entiendo que es complejo el problema. Como hay tantas áreas distintas que pueden hacer uso de la ciencia, no es obvio dónde ubicarla. Se podría crear un ministerio propio —que en su momento se discutió— pero nunca ha habido suficiente energía política para eso. Ahí sería más clara la cosa. Pero si la vas a poner en Presidencia, creo que hay que tener un poquito de cuidado de que esté reflejada toda la riqueza de la ciencia nacional, y no solamente lo que genera dividendos a corto plazo. No creo que, pospandemia, hayamos visto todavía un quiebre a favor. La aspiración de mejorar sigue estando y requiere poner alguna prioridad en cosas que no necesariamente pueda demostrar pasado mañana, cortar la cinta y que se vea lo que se hizo.
¿Qué tipo de cosas habría que priorizar?
Por ejemplo, los proyectos de investigación que financia la ANII son por montos bastante reducidos. Hay fondos, como el Clemente Estable, en los que rutinariamente se presentan una cantidad enorme de proyectos. Una buena proporción se evalúa como excelente, y aún así se les da financiación solo a una fracción, porque la plata que hay es esa. Se hace un esfuerzo grande del lado de la comunidad científica. Evaluar esos proyectos es todo un operativo complicado, hay que conseguir evaluadores que no sean juez y parte y son muchísimos proyectos. El esfuerzo que se hace para evaluarlos no se condice con los montos que terminan recibiendo. Una vez que se hizo todo ese esfuerzo, valdría la pena que fueran proyectos más grandes, que duren más años y que la gente pueda trabajar y mostrar lo que quiere hacer en ese plazo. Ese es un ejemplo típico de cómo se podría fácilmente duplicar lo que se gasta en esos proyectos si se tuvieran los fondos, y no sería plata mal gastada, porque son proyectos de buen nivel.
Después, se ha hablado de cómo generar posiciones que no sean solamente universitarias como salida laboral para quienes se especializan. Que haya oportunidades en la industria, en los entes autónomos; que alguien genere puestos de trabajo donde realmente se aproveche el talento. Una opción podría ser, por ejemplo, que haya contrapartidas de fondos estatales para que a las empresas les resulte menos costoso contratar a un investigador formado. Con un aporte no muy grande del Estado, una empresa podría contratar a una persona para que trabaje en temas que le interesan.
¿Hubo alguna propuesta en ese sentido?
He escuchado algunos intentos, pero siempre se vio como un defecto que viene de mi época, que esa formación muy buena que recibimos de grado y posgrado, si no está acompañada de un camino laboral claro para todos los que salen, muchos de ellos terminan en el exterior. Y ahí surge la pregunta: ¿me cierra la cuenta? Porque estoy gastando todos estos recursos para formar gente que después se me va igual. Generar caminos acá adentro para que esa gente que estamos formando con bastante esfuerzo se pueda quedar y trabajar en el país me parece un objetivo deseable.
¿Cómo Uruguay, con sus recursos limitados, logra formar científicos destacados internacionalmente?
La calidad de la enseñanza en Uruguay siempre fue muy alta. Yo me beneficié claramente de esa educación que tuve en la Facultad de Ingeniería. Me formé tanto en ingeniería como en matemática, me llevó ocho años, y cuando salí al exterior tenía una base muy fuerte, más fuerte que la de mis compañeros. Por supuesto que esa exigencia alta que tenía la facultad —que la siguen teniendo todas, aunque ahora tal vez de forma un poco más moderada, porque son cinco años en vez de seis— tiene un costo, porque hay gente que queda por el camino. En los países anglosajones tratan de que todo el mundo termine la carrera en cuatro años, y recién en el posgrado levantan la exigencia. Nosotros en Uruguay, tradicionalmente, teníamos esas carreras bien pesadas de ingeniería. Pero después que salías de eso, sí, eras realmente una persona muy bien formada. Creo que el país ha ido, desde esa época hasta ahora, adaptándose al modelo internacional. Las carreras son un poco más cortas y se fomentan las maestrías y los doctorados como forma de especializar a la gente.
¿Cómo ha evolucionado el talento uruguayo?
Es difícil evaluar el talento en el sentido de la capacidad, de la materia gris. Es difícil decir que haya diferencias entre las personas de distintos países. Simplemente que hay ambientes más proclives a que se exija alta calidad, y Uruguay es así. Muchos uruguayos salimos, estuvimos varios años en el exterior y eso ayuda a desarrollar la carrera y ganar visibilidad e impacto. Yo volví, pero ¿qué hubiese pasado si no salía nunca? No sé si hubiese llegado a esos niveles de impacto y visibilidad. Hay otros uruguayos que salieron, tuvieron impacto y se quedaron afuera, y ellos también son parte del impacto uruguayo en la ciencia.
¿Considera a Uruguay un país atractivo para desarrollar una carrera científica?
Depende mucho del área donde uno trabaje. Si es un área de mucha experimentación o con necesidad de escala en cuanto a fondos de investigación, inevitablemente esos fondos en Uruguay van a ser más limitados. Y si uno está en esa situación, es difícil competir desde Uruguay. En áreas más teóricas o autosustentadas, con los medios de comunicación que uno tiene, es posible colaborar con gente que está afuera desde acá. Ahora, con Zoom, he hecho trabajos enteros con alguien con quien nos reunimos una sola vez. Eso da posibilidades de vivir acá. Lo otro que tiene en contra es que somos poquitos, y conseguir estudiantes de posgrado que se quieran dedicar a lo que uno hace, que es un área muy finita, no siempre es fácil; mientras que, si uno está en grandes centros, hay estudiantes de todos lados. Solo de China llegan miles, y alguno va a querer hacer lo que vos hacés.
La contraparte es que, como somos pocos, entre los docentes es más fácil tender puentes para colaborar. Esa es la forma, buscar a quienes tienen intereses comunes. Al estar todos cerca, eso nos permite concretar cosas.
Al ser un mercado chico, ¿no es otra ventaja la chance de tener un mayor impacto localmente?
La ciencia y la tecnología están muy interconectadas, y las cosas de ingeniería que uno hace o son globales o no son. Para publicar un trabajo, no necesito que sea algo novedoso para Uruguay, sino que sea novedoso en general, y ahí competís con todo el mundo.
¿Cómo manejó en el plano personal la exposición pública durante la pandemia?
Fue improvisado. Ni siquiera cuando acepté ocupar ese puesto como uno de los tres coordinadores del GACH, que me invitó Rafael Radi, sabíamos que iba a tener tanta exposición pública. La idea era que íbamos a asesorar al gobierno, sí, pero enseguida estaban los medios pidiendo entrevistas. Creo que nos fue relativamente bien en cuanto a la imagen pública que dimos, y se generó una especie de fenómeno muy extraño, me parece que hasta exagerado, de atención sobre nosotros y sobre cada cosa que decíamos o no decíamos. No estaba preparado para eso. Creo que era el que estaba menos preparado de los tres, sobre todo porque me dedico a cosas cuantitativas, más precisas. Matemática aplicada, ingeniería. Me gusta decir cosas cuando sé que están bien. Y “bien” quiere decir que cerró la cuenta. Acá había que salir a hablar de cosas que estaban más o menos. Me generó una reacción de cuidarme mucho con respecto a salir, porque todo tomó una proporción con la que no me sentía del todo cómodo. Después aprendí las reglas del juego, y hoy me cuesta menos hablar de lo que me costaba en aquel momento, pero fue un desafío grande tratar de explicar sin simplificar de más, porque no era blanco o negro. ¿Cuándo había que abrir las escuelas? Eran decisiones grises, que había que tomar y comunicar. Nos ayudó mucho el tener un grupo grande atrás. Pero fue también un desafío grande de comunicación interna, para que todos estuviéramos cómodos con lo que estábamos diciendo.
¿Cómo cree que va a impactar la IA en los próximos años y qué lugar imagina que tendrá la ciencia en ese proceso?
He buscado lugares y todavía no he encontrado uno donde pueda contribuir bien. En algunos aspectos, tengo que decir que hay una especie de ruptura con el modelo de conocimiento al que yo estoy acostumbrado, y al que estamos acostumbrados en las ciencias duras —la ingeniería, incluso en ciencias de la computación—, que es que las máquinas hacían cosas predecibles. Un programa de computación terminaba y daba un resultado, y eso uno sabía que estaba bien. Resulta que estas máquinas gigantescas de inteligencia artificial, como las redes neuronales, operan con un criterio de verdad mucho más laxo. Es: “probé, acá tenés el resultado, hice una cantidad de experimentos”. Es casi empírico. A los que estamos en este mundo hace muchos años no nos queda más remedio que reconocer que han logrado cosas bastante impactantes. Pero, al mismo tiempo, tengo cierto recelo, incluso temor, porque no podemos predecir exactamente qué va a salir del ChatGPT. Y el no poder predecir, y no poder garantizar que no diga disparates, va en contra de la esencia de lo que uno hace. Hay un desafío grande, que es tratar de darles más confiabilidad a estas herramientas, sobre todo si las vamos a usar para tomar decisiones de riesgo, como manejar un auto, por ejemplo. Tenemos claro, y me preocupa un poco, que no hay nadie, ni siquiera los que las hacen andar, que entienda bien por qué andan (las herramientas de IA). Yo escucho charlas, leo papers, y lo que hay es mucha evidencia empírica, muchos ensayos, un poder de cómputo gigantesco, pero el nivel de seguridad que tenemos sobre las conclusiones que da la IA, comparado con lo que tenemos en computación tradicional o en otros automatismos, es menor.
¿La usa?
Sí, para buscar rápidamente respuestas a ciertas cosas, como todo el mundo. Pero las fallas están. No quiero exagerarlas, es impresionante lo que logra y, justamente, no logro entender cómo logra ese nivel de éxito.
Pero, por ejemplo, el otro día surgió una pregunta de matemática, y dije: vamos a preguntarle a ChatGPT. Le escribí la pregunta y me dijo: “Sí, eso es cierto, y acá está la demostración”. Estaba lindo, pero había un paso que no me convencía del todo. Le señalé el paso y me dijo: “Buena pregunta”, y agregó más desarrollo para ese paso. Me puse más crítico, como cuando corrijo un examen: ¿y este paso? Después de cuatro o cinco interacciones, entra mi colega y me dice que tenía un contraejemplo, que lo que decía ChatGPT estaba mal. Entonces le escribo: “Está mal, hay un contraejemplo”. Y me responde: “Sí, es falso, acá tenés el contraejemplo”. Demostró que era falso, pero antes estaba contento con que fuera cierto. Entonces, ojo con eso.
Como docente, ¿cómo cambió el panorama de las carreras de ingeniería con el acceso a herramientas de IA?
No sé si ha cambiado tanto con la IA pero está empezando a cambiar. Tenés por un lado un potencial enorme para buscar cosas y aprender. Pero es tan fácil, que lo que le ahorra tanto esfuerzo a uno a nivel educativo puede ser un problema. Está la frase en inglés No pain no gain. Si uno no se esfuerza por entender algo, después no le queda. Uno puede pensar tres minutos un problema, preguntarle a ChatGPT, que le da una buena respuesta, la entiende y terminó el problema. Pero ¿le quedó el conocimiento como si hubiese luchado media hora con ese problema? Parte de la educación que damos de ingeniería y matemática tiene que ver con enfrentarse a problemas con los que hay que romperse la cabeza para resolverlos, y cuando uno termina de resolverlos, ahí es cuando queda el residuo de que ese conocimiento es propio. Si todo se reduce a prompts, tengo miedo de que se genere un hábito de inmediatez, que no es lo mismo que razonar.
 
					 
				 Carlos Fernandez
							Carlos Fernandez
					

 
					
