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La historia del boricua que mantiene vivas sus raíces en Malasia


Nota del editor: La serie Boricuas en la Luna destaca las historias de los puertorriqueños que han extendido las fronteras de la Isla al establecerse por el mundo, cargando con nuestra bandera, cultura y tradiciones.

Aunque lleva más de una década viviendo en Asia, Carlos Molina Velázquez no ha dejado atrás el sazón boricua que lo acompaña en cada comida y en cada golpe de conga con el que celebra la vida lejos de su tierra.

Natural de Río Piedras, Molina Velázquez creció rodeado del calor de su familia, entre sus padres y tres hermanos. Recuerda una niñez marcada por el deporte: jugaba béisbol y baloncesto.

Para costear su equipo deportivo, comenzó a trabajar desde pequeño.

“Yo me buscaba mis chavitos brillando zapatos a las afueras del supermercado, al lado del residencial La Rosa donde vivíamos”, recordó en entrevista con Primera Hora.

Pero además del amor por el deporte, Carlos desarrolló desde joven curiosidad por el mundo de los negocios, influenciado por uno de sus tíos, quien trabajaba para una marca de productos para bebés. Más adelante, en la Escuela Superior Juan Ponce de León, participó en una competencia de Mercadeo que, sin saberlo, terminaría marcando el rumbo de su futuro profesional.

Con la experiencia que le dejó aquella competencia escolar, en 1982 Carlos decidió estudiar Administración de Empresas en el Recinto de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico. Durante esa etapa de su vida —que también describe como una de mucho crecimiento personal— se unió al programa ROTC del Ejército de Estados Unidos, atraído por los beneficios de matrícula que ofrecía.

“En esos tiempos se tardaba uno una eternidad por la número dos hasta Mayagüez, como seis horas”, dijo entre risas, al evocar la época en que aún no existía el expreso PR-22.

Carlos Molina, boricua en Asia, durante su  niñez en Puerto Rico
Carlos Molina, boricua en Asia, durante su niñez en Puerto Rico (Suministrada)

El fruto de su esfuerzo no tardó en llegar y un semestre antes de graduarse, Carlos ya había sido entrevistado y aceptado para un puesto de trabajo en la capital federal, Washington D.C. Aquella sería su primera salida de Puerto Rico más allá de Orlando, Florida, donde había viajado en su juventud para disfrutar del mundo de Disney.

“Al principio fue un poco difícil. Primeramente, por el clima en invierno. Yo no soy de clima frío; prefiero el otro calor, el de Puerto Rico, el tropical”, recordó sobre ese primer gran cambio al dejar la isla.

El sanjuanero, sin embargo, encontró un consuelo ante el frío: vivía en una ciudad con vuelos directos a Puerto Rico, lo que le permitía regresar con frecuencia a la Isla para visitar a su familia y recargarse con el calor tropical.

Carlos Molina, boricua en Asia
Carlos Molina, boricua en Asia (Suministrada)

Fue en uno de esos viajes, entre la alegría de la Navidad boricua y los bailes de salsa, que conoció a quien hoy es su esposa, Margarita.

Con el tiempo, tras casarse y vivir fuera de la Isla, ambos tomaron la decisión de regresar a Puerto Rico y comenzar juntos una nueva etapa: formar una familia.

Radicados en Trujillo Alto, Carlos y Margarita cumplieron su sueño de formar una familia y tuvieron dos hijos. La vida parecía estable, encaminada, pero —como suele ocurrir— un giro inesperado les abrió una nueva puerta.

Cuando su hijo mayor tenía apenas 11 años, a Carlos se le presentó una oportunidad profesional que cambiaría por completo su rumbo: mudarse a Asia.

“Cuando llega ese momento y hablamos con nuestros hijos… me acuerdo que, cuando le doy la noticia a mi hijo, es gracioso ahora, pero en ese momento no. Me miró, se puso a gritar y a llorar, y me dijo: ‘¡Me estás arruinando la vida!’”, recordó con una risa cargada de nostalgia. Aquellas palabras lo marcaron, y esa noche fue especialmente difícil en su hogar. Pero en lugar de imponer la decisión, Carlos eligió otro camino: involucrar a su hijo en todo el proceso.

Lo llevó a conocer Singapur, el país donde se establecerían, visitaron juntos la escuela a la que asistiría y hasta le permitió elegir su nuevo hogar entre varias opciones.

“Fuimos a ver un townhouse que a él le encantó… Vio los cuartos y dijo: ‘Este va a ser mi cuarto, este va a ser el de mi hermana, este el de ustedes… y aquí yo voy a hacer esto y lo otro’, y todo chévere”, recordó Carlos con ternura, como si reviviera aquel momento en el que su hijo, entre inocencia y entusiasmo, comenzó a aceptar la idea de tener un nuevo hogar.

En 2008, la familia finalmente empacó sus sueños y comenzó una nueva vida al otro lado del mundo.

Para Carlos y su familia, la vida en Asia comenzó a fluir con calma. Singapur les ofrecía seguridad, orden y nuevas experiencias, pero no todo fue fácil. La adaptación cultural, sobre todo en la mesa, trajo sus retos, especialmente para los niños. “Lo que más trabajo les dio fue la comida. Hubo problemas… especialmente cuando se nos acabó el adobo”, contó entre risas, dejando ver que, aunque estuvieran a miles de kilómetros, el sabor boricua seguía siendo parte esencial de su día a día.

“Una vez vimos que estaban vendiendo arroz con pollo y dijimos: ‘Ah, mira, vamos a comprar arroz con pollo’. Pero nada que ver, el sabor era completamente distinto”, recordó también.

El problema del sabor se resolvió con un poco de ayuda cuando Carlos supo que un compañero de trabajo viajaba a Houston, Texas con regularidad y no dudó en pedirle un favor urgente: “Yo le dije: ‘Mira, la próxima vez que vayas a Houston, vete ahí al supermercado y tráeme todos los potes que encuentres de adobo Goya porque si no estos muchachos se me mueren de hambre’”, rememoró entre risas.

El compañero cumplió, regresó cargado de condimentos. Con esos frascos, la cocina de la casa volvió a llenarse del aroma de Puerto Rico; los niños recuperaron el gusto por sus platos y la familia sintió, por un momento, que el trópico estaba un poco más cerca.

Ahora, tras haber cerrado su capítulo en Singapur, Carlos y su esposa residen en Malasia, mientras sus hijos han seguido su propio camino y están radicados en Estados Unidos. A pesar de la distancia, la esencia boricua sigue viva en su hogar: la cocina puertorriqueña continúa siendo el puente que los conecta con sus raíces, y el sonido de las congas no ha dejado de sonar.

En plena Asia, han organizado reuniones navideñas al ritmo de la plena y entre olores a pasteles caseros, recordando que la identidad no se pierde, se transforma, se adapta, pero sobre todo, se celebra.

“En la casa no se habla otro idioma que no sea español”, dijo también sobre otro mecanismo que utilizan para mantener viva la esencia borincana.

“Uno siempre quiere dar la mejor cara, no solamente por uno mismo, sino también por el país… No importa lo que esté ocurriendo, siempre tenemos que dar la mejor cara y representar a nuestro país dignamente”, cerró diciendo con orgullo.

¿Eres o conoces de algún boricua que vive fuera de la isla y quiere contar su historia? Escribe a historiasph@gfrmedia.com.



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Escrito por Jim Clark

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